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Capítulo XXI La voz en el desierto
Sé que aún estoy en el planeta de los sueños. Lo sé porque floto entre imágenes vagas…


Sé que aún estoy en el planeta de los sueños. Lo sé porque floto entre imágenes vagas, como si el cuerpo se negara a volver del todo. Pero hay algo que me arrastra hacia el despertar: una melodía. Suena a lo lejos, insistente, casi como una cuerda que se tensa entre dos mundos.
Mi cerebro intenta procesar esa breve transición entre estar dormida y despierta. La música está ahí, ligeramente alta. Se cuelan por mi ventana: pájaros, voces, el eco apagado de una conversación. Luego, como si la niebla se levantara, la canción se vuelve nítida. La reconozco.
Hacía años que no la escuchaba. Me lleva sin pedir permiso a mi adolescencia, a esa época ”emo”. Sonrío, apenas. Nunca imaginé que al señor Liu —mi vecino de al lado, de rostro serio y paso lento— le gustara Panic at the Disco. Y menos aún esa canción: ”I Write Sins Not Tragedies”.
Desde mi balcón oigo cómo se cierran las puertas del coche. Se van. La melodía queda suspendida en el aire.
La música es así: no pregunta. Llega, toca algo que creías dormido, y lo despierta sin permiso. No importa la edad, el idioma o el pasado. Es universal. El mejor de los idiomas. Yo, melómana desde los trece, fanática precoz del jazz, aún sostengo una regla personal: mientras no sea reguetón, todo bien.
Hoy debería estar escribiendo, pero no me apetece. Hay días en los que amanezco sin ganas, sin voluntad, como si el cuerpo sólo quisiera arrastrarse entre las sábanas y olvidarse del mundo. Pero no puedo. El ruido no me deja. Por las bocinas del complejo se puede oír a la dj pinchando ”ain’t it fun”. Afuera parece haber un torneo: gritos, silbatos, barras animando. El sol cae perfecto, como hecho a medida para ir a la piscina… pero tengo tarea. Escribir. Y no cualquier cosa: el último capítulo que tanto he estado dilatando.
Siempre he sido así: cuanto menos ganas tengo por hacer algo, más difícil se me hace enfrentarlo. Pero hoy no. Hoy no va a pasar. Hoy tengo que escribir el manuscrito, y luego corregirlo, y luego corregir las correcciones, porque sé —lo sé muy bien— que no está terminado.
El capítulo iba a ser sobre la amistad. Sobre esos lazos entrañables que se crean en la infancia y, si tienes suerte, sobreviven a la adultez. Iba a ser eso. Pero ya no. Hoy quiero hablar de cuando la amistad se rompe.
Últimamente he pensado que hay una epidemia silenciosa: amistades largas, de años, que simplemente… se acaban. Se disuelven sin escándalo, como el azúcar en el té. Gente cercana a mí ha terminado relaciones profundas y antiguas, y me ha dejado con esa sensación de vértigo que da el saber que algo tan firme puede tambalear.
Y he guardado silencio. No he querido decir nada. Tal vez porque aún no lo creo, tal vez porque no sé qué decir.
Siempre he sido team amistad. Me duele más cuando terminan amistades que cuándo terminan parejas. (Claro, mis conocidos dirían que eso no cuenta: ”Si eres aromántica…” Lo soy. No todos venimos con el chip del amor).
Y sí, divago cuando escribo. Siento que si no explico cada rincón de lo que pienso, nadie va a entender lo que quiero decir.
En resumen: dos señoras, amigas de toda la vida, se pelearon. Ya no se hablan. Cuando lo supe, me quedé en silencio. Pensé en lo frágil que puede ser incluso lo que parece eterno.
La amistad, me dije, es como una planta. Puede ser un cactus, sí —resistente, sobria—, pero hasta los cactus necesitan agua alguna vez. Una llamada. Un “hola, ¿cómo estás?” Una vez al año, aunque sea. Y aun así… una vez al año suena tan poco. Hay amistades que se sostienen así, a distancia. Y si les funciona, bien. Pero yo no.
Recordé, entonces, a mi mejor amiga de los dieciséis. Ella me enseñó, sin saberlo, a ser amiga. Nunca olvidaré lo que me dijo. Cuando lo rememoro, pienso que una cachetada habría dolido menos.
Me dijo:
—Mi voz clama en el desierto… y tú eres ese desierto.
Fue como si algo se quebrara dentro de mí. Nunca me había sentido tan expuesta, tan desnuda, tan… mala amiga. Esa frase me marcó. Desde entonces, supe lo que significaba estar, de verdad, para alguien. Supe que tener una amiga es también un acto de responsabilidad.
Desde entonces, repito una frase como si fuera un amuleto: conocidos tengo muchos, amigos los cuento con una mano.
Ese día, dejé de ser desierto…
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