ART JOURNAL

Fantasía o realidad

Estoy en el bus, leyendo un libro sobre administración.

Estoy en el bus, leyendo un libro sobre administración. El contenido es un poco aburrido, tanto que me hace bostezar una y otra vez. Escucho el murmullo de las personas que comparten conmigo este espacio y, de fondo, una sirena. No estoy muy concentrada. No sé cuánto tiempo paso así.
De pronto, me veo caminando por un sitio con altos edificios que desembocan en una plaza comercial.

Aunque cuando salí en la mañana el clima estaba un tanto sombrío, a esta hora de la tarde se puede apreciar la luz del sol.
Mientras me dejo llevar por el sendero de árboles y observo los pequeños comercios, al fondo se alcanza a ver un muelle.
Voy guiada, como si siguiera el mapa de un tesoro.

Al final se distingue una glorieta con personas conversando y, del otro lado, unas mesas de picnic donde unos niños revolotean cual mariposas. La vista es agradable y, como si fuera poco, está el muelle.
Cuando llego ahí, no puedo dejar de mirar la escena: las nubes son atravesadas por haces de luz y, frente al muelle, una isla llena de palmeras y un bosque de follaje espeso que parece llamarme. Como si me estuviera invitando, en un susurro diciéndome: ven.

De hecho, estaba a punto de hacerlo. Sentí el impulso de lanzarme, hasta que un niño se acercó —supongo que adivinando mi intención—. Me mira, y luego dirige su mirada al mar. A simple vista no se ve nada, pero si uno se queda observando con atención, se perciben sombras que se mueven bajo la superficie: tiburones. Fue suficiente para que dudara.

Me mira de nuevo, y por un instante, sentí que hablaba directamente a mi mente: entiendes y yo asentí. Después, se aleja, regresando a jugar con sus amigos.

Yo sigo contemplando el agua, fascinada, atrapada entre la belleza y el peligro. Al final, me doy la vuelta y me alejo, temiendo que mi propio subconsciente me traicione y termine en el agua.

Al salir, una joven se me acerca y me pregunta la hora. Miro el reloj y noto que el segundero no se mueve. Apenada, le digo que no funciona. Ella sonríe y dice que no hay problema. Pienso que quizá le di pena; por eso se rió. Me quito el reloj y lo guardo: no tenía sentido llevar algo que no servía.

Cuando llego al parqueo, intento recordar cómo había llegado hasta allí.
Entonces, una de las peores sensaciones que un ser humano puede tener: la de caer al abismo.

Me despierto. Había estado soñando.
La persona sentada a mi lado se asusta y me pregunta si estoy bien. Le digo que sí.

La sensación de caer en los sueños no es nueva para mí. La primera vez que la tuve fue en los primeros años del bachillerato. Alguna vez leí que ocurre cuando el cuerpo se relaja tanto que el cerebro no sabe si estás quedándote dormido o cayendo; entonces, no le queda más remedio que enviar una señal a los músculos, y estos te sacuden, haciéndote despertar bruscamente.
No sé si tú lo has experimentado, pero, si es así, entenderás lo horrible que es despertarse de esa manera.

Lo sé, no es una explicación técnica ni científica, solo mi forma de hablar de lo que el cuerpo siente al dormir.

Tras pasar de ese estado de soñolencia a la realidad, puedo decir que el trayecto fue tranquilo: el clima mejoró y el sol brillaba intensamente.
Cuando el autobús se detuvo y todos descendimos, caí en la cuenta de que estaba en el mismo lugar del parqueo, con el muelle que había visto en mi sueño.

Y, al fondo, la isla… como si me estuviera llamando otra vez.
Y esta vez, ya no era fantasía.